Y entonces, se dio cuenta. Ya no sentía miedo ni temor. Estaba en paz consigo misma. Ningún otro golpe podría herirla. El dolor se desvanecía en susurros. La calma se apoderó de su cuerpo.
Tumbada sobre el suelo del cobertizo, oyó cómo él aporreaba la puerta.
- ¡Déjame entrar! - gritó enfurecido.
Ana Mateos
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