Remitente: Rafael Expósito Romero
“Aquí, hijo, te envío otra carta, para que sigas recopilando mis memorias. Cuídate mucho. Te quiere, tu padre.
Aquella noche de invierno no se divisaba la luna en el cielo. Todo era un mar de nubes que se tragaban la oscuridad. Sólo se escuchaba el viento gritándole a las piedras y el corretear de algunos animalillos saliendo de sus escondites para cazar. El frío y la nieve jugueteaban por entre las llanuras. La vieja casa de mi abuelo se encontraba cerca de un eucalipto. De niño me gustaba pensar que si escalaba ese eucalipto, algún día llegaría más allá de las nubes, en dirección a las estrellas. Incluso llegué a imaginarme que siento tan pequeño como un duende, conseguiría colarme a través de la corteza y desvelar los secretos que se ocultaban dentro.
Siendo el niño hiperactivo que era por aquel entonces, no tenía sueño, así que le pedí a mi abuelo que me contara alguna de sus extrañas historias. Como es normal, me dijo que sí, ya que nunca rechazaba esas ofertas. Salté de felicidad con una sonrisa de oreja a oreja. Y comenzó así:
Hace mucho tiempo, antes de que tú y yo naciéramos, nuestros antepasados habitaban en esta casa. Todo era igual a como es ahora. Las paredes, las habitaciones, la chimenea, la llanura y, como no, el eucalipto. En aquella época, vivía aquí un niño de más o menos tu edad, que soñaba con sobrevolar las nubes como tú, más allá de la copa de los árboles, o quién sabe, encontrar los secretos que guardaba la tierra bajo sus pies. Cierto día que su padre se quedó dormido al lado de la acogedora chimenea, el niño decidió conseguir su sueño. Salió de la casa y miró al eucalipto, dispuesto a escalarlo como pudiese. Se arremangó la camisa y comenzó a trepar con el objetivo de llegar más alto que las estrellas. Colocaba un pie en una rama, el otro en la otra rama, y así sucesivamente hasta que, definitivamente, llegó un momento en el que se cansó. Alzó la mirada a la copa, pero lo único que veía eran más y más ramas, pero sus ojos de niño divisaron en lo alto un cielo azul y luminoso por donde volaban dragones e hipogrifos. Decidió parar un momento su ascensión y sentado en una rama contempló la llanura nevada. Bajo sus pies, treinta metros más abajo, yacía la ahora pequeña casa. Con una sonrisa de satisfacción se apoyó en el tronco y cerró los ojos. Sintió como sus pies colgaban y como su mente comenzaba a volar más allá de la realidad. Al despertar de sus sueños, notó como la rama del eucalipto había desaparecido. Ahora se encontraba en un sitio muy estrecho y oscuro. Miles de ojos diminutos estaban clavados sobre él. Unas caritas enfadadas discutían entre ellas acaloradamente. Muchas vocecitas chillonas sonaron en sus tímpanos.
- ¡¿Cómo es que habéis atrapado a un humano?! - exclamó una vocecita femenina. Voz con tonos de jefa.
- Es un crío, no nos supondrá problemas. – dijó una voz de varón muy aguda.
- ¿Eso crees tú? – contestó la misma voz. – Precisamente por eso nos costará muchos problemas. Cuando salga de aquí contará de nuestra existencia a todos los demás humanos y entonces sí que estamos perdidos. ¿Acaso no recordáis la muerte de Kialt? Aquella vez que los humanos lo atraparon en una trampa para ratones pensando que era uno de ellos.
- Claro que lo recordamos. Pero entonces, ¿qué hacemos? – preguntó otro gnomo.
El niño, mientras tanto escuchaba la conversación de aquellos seres diminutos en silencio. Pero uno de ellos se dio cuenta de que había despertado y gritó:
- ¡Escuchad! ¡El crío ha despertado! ¡Mirad como nos mira! ¡Con esos ojos enormes y apuntándonos con esa nariz con dos agujeros tan grandes y sucios como el estercolero de una vaca!
- ¡Callad! ¡El humano ya sabe de nuestra existencia! – respondió la misma voz femenina que antes. - No podemos cuidarle durante toda nuestra vida y sería muy cruel dejarlo pasar hambre. Dormidle y dejadlo en el suelo, con suerte no se acordará de nada cuando despierte.
Y así fue. Los gnomos sumieron al niño en un sueño profundo y lo llevaron nuevamente al suelo transportándolo a través del interior del tronco del eucalipto. Una vez despertó, el niño se vio tumbado nuevamente en su cama con el rostro de preocupación de su padre.
- ¡Papá! ¡Papá! ¡Si supieses lo que me ha pasado!”
El viejo Rafael Expósito selló la carta y se sentó en su mecedora a fumar su pipa. Seguidamente, vino corriendo su nieto.
- ¡Abuelo! No puedo dormir. ¿Me cuentas una de tus historias?
- Claro que sí.
El niño saltó de alegría. Y el abuelo comenzó así:
- Escucha. Hace mucho tiempo, antes de que tú y yo naciéramos, nuestros antepasados habitaban en esta casa. Todo era igual a como es ahora. Las paredes, las habitaciones, la chimenea, la llanura y, como no, el eucalipto…"
Ana Mateos
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